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Si hace diez años nos hubieran dicho que entre las doce primeras canciones de Eurovisión tan solo aparecerían dos canciones de corte pop comercial, no lo hubiéramos creído. Y es que en 2021 hay que ir hasta la séptima y décima posición para encontrar temas de esos mal llamados “eurovisivos”.

Desde que hace cinco años Jamala (Ucrania) ganara el festival con “1944”, un tema cercano al triphop, el festival ha otorgado la victoria a candidaturas que se alejaban de lo convencional y ultramanido. Esta situación de “excepcionalidad”, que ya se está convirtiendo en habitual, la asentó aún más Salvador Sobral, quién para muchos fue el responsable del giro del festival a músicas más arriesgadas y apuestas menos “facilonas”. Salvador se convirtió en el ganador más absoluto de toda su historia, rompiendo récords y siendo la votación más alta. Todo esto gracias a una canción denominada por algunos como “anti eurovisiva”.

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En las antípodas del 2018, llegó Israel y Neta y se hicieron con el premio. A pesar de ser una canción pop más cercano a lo que en Eurovisión se venía jugando, Neta logró incorporar elementos novedosos y ser una propuesta no convencional. Un canto feminista y reivindicativo, bañado todo en una electrónica más alternativa y en la voz de una cantante cuyo físico no correspondía al de las cantantes salidas de Victoria Secret al que estamos acostumbrados y aburridos de ver.

2019 dio la victoria a una balada, pero esta vez mucho más desnuda, y con una producción e interpretación mucho más alternativa al estilo James Vicent McMorrow. Con un piano y solo sobre el escenario, Duncan Laurence, representando a Holanda, logró la victoria. Además, en 2019 disfrutamos de la edición más alternativa de su historia, logrando hasta un 25% de proyectos más alejados de los sonidos de la radiofórmula y apostando por otros géneros.

Este año, Eurovisión dio la sorpresa al colocar entre sus seis primeras posiciones rock, canción francesa, electrónica, rave, indie, metal y diversos sonidos alternativos en lo más alto de la clasificación. Finalmente el indierock se alzó con el primer puesto, después de 15 años sin una victoria rockera en el festival.

Esta vez, las candidaturas “eurovisivas” no tuvieron suerte. Serbia (posición 15), Chipre (16), Israel (17), Azerbaijan (20) o San Marino (una de las favoritas, que cayó hasta el puesto 22) se posicionaron por debajo de la mitad de la tabla. Malta y Grecia lograron salvar el tipo del “pop electrónico eurovisivo” gracias a la séptima y décima posición. Las baladas eurovisivas tampoco tuvieron suerte, como demostraron las semifinales dejando fuera a varias de ellas y posicionando en antepenúltima posición a la española.

Otro de los puntos que continuamente se cuestionan del festival es el falso politiqueo que arrastra. Cada vez son menores los intercambios de votos entre países vecinos o aliados. Prueba de ello la diversidad, ya que en los últimos 16 años ha habido 15 países ganadores diferentes: del norte, del este, mediterráneos, ex soviéticos, escandinavos… Las votaciones han dejado de premiar a los vecinos para premiar a los mejores; al menos, a los que cada país interpreta como mejores. Además, se castiga con abucheos el intercambio descarado de votaciones entre países “aliados”, como sucedió este año con el intercambio de los doce puntos entre Grecia y Chipre. Ya no se normaliza, se castiga. En las votaciones gana la sorpresa, no la previsibilidad.

Otra de las puntos que nos deja este Eurovisión ha sido la necesidad de actualizar el Big Five y eliminar unos privilegios desmerecidos. El Big Five consiste en que los cinco países (España, Italia, Francia, Alemania y Reino Unido) que más dinero aportan al festival se clasifican directamente a la final, sin pasar por semifinales ni cuestionamientos del público. Año tras año, vemos por parte de estos países algunas de las más flojas propuestas. Este año Reino Unido, Alemania y España cerraron la clasificación, dejando afuera a otros países como Australia que luchan todos los años por tener su plaza y que puede que su participación fuera más meritoria. El Big Five da una clase terrible de no meritocracia y de capitalismo: el dinero por encima del talento.

El Big Five es la clara ejemplificación del capitalismo más voraz, del clasismo más injusto y de la desigualdad de oportunidades y privilegios de unos pocos. Con un festival cada vez más democratizado, esto debería desaparecer, para dar pie a participaciones igualitarias, justas y sin privilegios. Eurovisión debería ser inteligente y buscar alternativas de financiación, al igual que sus participantes en los últimos años están buscando alternativas musicales que conquisten al mundo.

Todo esto nos lleva a varias conclusiones que se pueden resumir en una frase: Eurovisión está retomando su credibilidad. Gracias a la “despolitización” que está sufriendo Eurovisión -por la cada vez menor apoyo a los países vecinos-, a la apuesta por géneros y sonidos diferentes, al premiar a canciones que cantan en sus lenguas maternas y en géneros musicales “nacionales” -y no tanto en inglés-, Eurovisión está volviendo a demostrar riqueza cultural, diversidad y novedad.

Atrás quedan los años donde el envío de Chiquilicuatres era una constante en el festival, porque nadie confiaba en el Eurovisión -cada vez más cercano al festival del meme-, sabiendo que las votaciones recaerían en los vecinos y no en el talento. Atrás quedan los años en el que el el 70% eran canciones de pop comercial, sin nada que aportar, y el 30% baladones repetitivos, donde la única finalidad era demostrar el gran rango vocal del cantante. Atrás quedan los años donde modelos (sobre todo mujeres) necesitaban medir 1,80 pesar 55 kilos, cumplir con los cánones de belleza de la cultura «primermundista», saber bailar y cantar, mientras detrás de ellas había una lluvia de fuegos artificiales y pirotecnia.

Atrás quedan esos años de pérdida de credibilidad, porque Eurovisión se está renovando y la mayoría de los países saben que apostar por la originalidad es lo que da el triunfo y no réplicas de marca blanca. Eurovisión vuelve a ser un festival de la canción y no un «Tu cara me suena». Ojalá que la delegación española tome pronto nota y se ponga a la altura de países como Italia, Portugal, Ucrania o Islandia, que en los últimos años están sabiendo aportar brillo, luz y originalidad al festival.

Pdt: esto no es un artículo contra las canciones de pop eurovisivo, ni contra las baladas; es un artículo a favor de la diversidad de estilos musicales, a favor de la evolución y progreso del festival y de la recuperación de su credibilidad.